Pronto estará claro. El sol va a barrer las sombras ya desvanecidas de los objetos. El silencio de la adelantada madrugada va a ser una samotana de sonidos tintineantes de las cosas que deshacerse del frío, aunque no tan intenso. No habrá cantos de gallos porque no hay más patios en la ciudad agrisada. Habrá apenas insistentes píos de gorriones adentro de los árboles olvidadas y sobre los tendederos de filos que llevan la modernidad para adentro de las residencias. Después vendrán los coches y los autobuses, aumentando el volumen para estruendos de civilización.
Pero, por mientras, estoy solo con las calles desiertas y mal alumbradas por las esparcidas bombillas. A veces, un perro protegido por verjas asusta mío caminar. A veces, bultos hacen mi fisonomía verter seriedad, para después si aligerar al constatar los borrachos de fin por la noche. Desatinados y largados en el bordillo, acompañados o no de botellas vacías. O acompañados de la misma soledad que se abulta por el negror del cielo. Soledad que esconde los horizontes, los porvenires y el destino de la misma forma que el negro de la obscuridad. Y de la misma forma que la vida baldía, que está esparcida entre la acera y la calle, bebo la soledad por el gollete y abandono mi ánimo por la vida mal iluminada. Con las mismas ropas arrugadas y desarregladas, visto la infelicidad andrajosa.
Sin embargo, a sí mirar mejor para uno de ellos, percibo el blanco de una camisa fina, allende de una botella de Stolichnaya al lado, con por lo menos un trago adentro, casi a si derramar en el suelo. Sospecho que no estoy delante de alguien de lo populacho. Qué me lleva a pensar que la miseria de la mente conduce el alma para alguna forma de pordioseo. No le daré una moneda porque él no necesita, ni puedo dar mi complacencia porque yo no preciso. Los caminos nos llevan para lugares distintos y aquel cuerpo es apenas más uno delante de tantos que cruzo. Mantengo mis pasos, mismo cuando ellos me llevan para un rumbo incierto. No hay tanta benevolencia franciscana en mi vida para parar por algunos minutos. De todos modos, él no me parece despierto. Creo que suya vista apenas busca la obscuridad que está tras de mí para olvidar que tiene un mundo a suyo rededor. Así, ignorándolo, sigo enfrente.
Atravesé las calles por diversa veces. A veces me sentía bien del lado impar de las casas. A veces esto me incomodaba y yo perfilaba con los pares. No me pregunten las razones para esto. En la falta de lo que hacer yo invento todas las formas de motivo, como aquél que me llevó a salir del bar y caminar casi 15 kilómetros hasta mi casa. Percibo qué hay pocos coches estacionados y disponibles para ser robados. No que yo tenga intención de hacerlo, pero no solamente mi vida abatió: todo parece desmoronar en estes tiempos sombríos. Caminar por la madrugada y estacionar coche en la calle son cosas para locos.
Es verano y no hay orvallo para brillar en los primeros rayos de sol. Es una pena porque me gusta ver la humedad avanzar por las paredes para después lentamente secar. Parece un movimiento que baila con el sol y da vida a estos muros descoloridos. De todos modos, son casi cinco horas y yo veré apenas las construcciones se accedieren más. Veré el marrón de los tejados de las pocas casas y la ceniza de las rejas clarearen. Parece que el negro de los portones también clarea. Luego oiré los ruidos, veré las personas. Éstas por cierto un poco más tarde, porque es domingo y ellas desfilan sus perezas matutinas en casa, debidamente autorizadas por el calendario. Veré los chuchos que ladraban en mi camino. Los drogodependientes a salir de sus paquetes nocturnos. Los borrachos tropezando en sí mismo a caminar para sus lares, cuando hubiere uno. Veré la portería de mi edificio y nadie a esperarme.
No me veré porque no se ve lo que no se comparte. Es por el foco de la pasión que nos percibimos.